A veces, sólo a veces, creo en la soledad de tu silencio, que vas a decirme algo, no algo trascendental o de relevancia universal, sino sólo esas pequeñas palabras de complicidad que acercan a dos personas, que inventan de nuevo una interdependencia entre el que dice y el que escucha, y yo intento escucharte, en silencio, sólo porque sí.
A veces me parece que ya estás a punto de contarme ese pequeño pensamiento que se ha manifestado en tu mente de repente, y que se ha solidificado en ella, preparado para ser dicho y no ser repetido nunca más, y preparo todos mis sentidos para recibirlo, para sumergirme en él, de tal manera que el hecho de que me conviertas en confidente de esa pequeña chispa sináptica que ha asaltado al atardecer de la vida tu cerebro, cree entre nosotros un vínculo indisoluble e imposible: el vínculo que el secreto produce entre los participantes del mismo.
Es algo oscuro, sin duda, pero el que exista ese pequeño secreto nos acerca, nos hace reir y nos hace llorar por igual, pero ante todo, nos ata indiscutiblemente, y así, me quedo esperando lánguidamente a que aparezca un nuevo secreto, una nueva confidencia que nos una aún más en ese pequeño mundo que crean las palabras.
A veces creo que esa espera es inconmensurablemente infinita, y mientras lo hago, voy sumando todas las palabras que me has dicho, para saber si podrían ser más o deberían ser menos. Un secreto ayer: cuarenta palabras; un secreto de hace una semana: treinta y seis palabras; un secreto de hoy: cincuenta y dos palabras. ¿Cuántas palabras tendrá el secreto que me cuentes pasado mañana? Y no hacen falta más palabras, porque los grandes secretos son parcos, pobres en su extensión pero muy ricos en su intención, por lo que, cuanto menos dices, más sé y más anhelo saber, aunque conozca perfectamente el hecho de que conocerte acarreará mi desgracia, que pende sobre ambos como una antigua maldición flotando sobre la tumba de algún faraón que duerme desde hace milenios.
Eres nueva y antigua a la vez, porque a veces quisiera que me sorprendieran tus confidencias, pero no consigo sorprenderme, sino por el hecho de que no dejan de ser las mismas confidencias narradas por otra boca en otro lugar. ¿Somos quizá una especie simétrica y previsible? Si es así, el pecado no tiene misterios ni motivaciones, dado que pecar a través de tus confidencias es proseguir con el linaje de pecados que han sembrado a nuestro ser desde que tomamos conciencia de lo justo y lo injusto, del bien y del mal, de la vida y de la muerte.
A veces creo que querría sólo escucharte para no tener que decir nada, y sin embargo, aún sin hacerlo, escribo palabra a palabra la línea de tu vida, para que la conozcas cuando ya haya sido lo que fue y para que sepas lo que tiene que venir aún. Sin esas palabras, sin ese misterio desvelado día a día, pensaría que la vida es insulsa, cuando en realidad alberga mucho más de lo que tu sinapsis puede procesar en cada momento, en cada segundo en el que tu corazón late y tu cuerpo realiza con perfecta sincronicidad el resto de funciones para que tú tengas algo que dan en llamar "vida".
A veces creo en lo que me dices, y a veces creo en lo que quieres que crea, porque ese es el gran misterio del juego al que jugamos: la complicidad implica no contar toda la verdad siempre, porque si no, todo será mortalmente aburrido para tu placer y para mi inteligencia. Permitámonos, pues, seguir con este entretenimiendo hasta que venga el fin del mundo y acabe con los que aún sueñan, con los que se retuercen en su vida, con los que desean, con los que no saben y con los que fueron, son y serán.
Sólo en ese momento de orgía final de destrucción, será cuando sepas que tus pequeños secretos, susurrados metódicamente y clasificados en capítulos de tu vida, están a salvo conmigo, porque después del final, nada será, pero todo permanecerá como había sido, y yo seguiré, paciente, esperando que aparezca esa chispa vital que mantiene vivas nuestras esperanzas en el hoy y nuestros deseos de un incierto mañana...
A veces me parece que ya estás a punto de contarme ese pequeño pensamiento que se ha manifestado en tu mente de repente, y que se ha solidificado en ella, preparado para ser dicho y no ser repetido nunca más, y preparo todos mis sentidos para recibirlo, para sumergirme en él, de tal manera que el hecho de que me conviertas en confidente de esa pequeña chispa sináptica que ha asaltado al atardecer de la vida tu cerebro, cree entre nosotros un vínculo indisoluble e imposible: el vínculo que el secreto produce entre los participantes del mismo.
Es algo oscuro, sin duda, pero el que exista ese pequeño secreto nos acerca, nos hace reir y nos hace llorar por igual, pero ante todo, nos ata indiscutiblemente, y así, me quedo esperando lánguidamente a que aparezca un nuevo secreto, una nueva confidencia que nos una aún más en ese pequeño mundo que crean las palabras.
A veces creo que esa espera es inconmensurablemente infinita, y mientras lo hago, voy sumando todas las palabras que me has dicho, para saber si podrían ser más o deberían ser menos. Un secreto ayer: cuarenta palabras; un secreto de hace una semana: treinta y seis palabras; un secreto de hoy: cincuenta y dos palabras. ¿Cuántas palabras tendrá el secreto que me cuentes pasado mañana? Y no hacen falta más palabras, porque los grandes secretos son parcos, pobres en su extensión pero muy ricos en su intención, por lo que, cuanto menos dices, más sé y más anhelo saber, aunque conozca perfectamente el hecho de que conocerte acarreará mi desgracia, que pende sobre ambos como una antigua maldición flotando sobre la tumba de algún faraón que duerme desde hace milenios.
Eres nueva y antigua a la vez, porque a veces quisiera que me sorprendieran tus confidencias, pero no consigo sorprenderme, sino por el hecho de que no dejan de ser las mismas confidencias narradas por otra boca en otro lugar. ¿Somos quizá una especie simétrica y previsible? Si es así, el pecado no tiene misterios ni motivaciones, dado que pecar a través de tus confidencias es proseguir con el linaje de pecados que han sembrado a nuestro ser desde que tomamos conciencia de lo justo y lo injusto, del bien y del mal, de la vida y de la muerte.
A veces creo que querría sólo escucharte para no tener que decir nada, y sin embargo, aún sin hacerlo, escribo palabra a palabra la línea de tu vida, para que la conozcas cuando ya haya sido lo que fue y para que sepas lo que tiene que venir aún. Sin esas palabras, sin ese misterio desvelado día a día, pensaría que la vida es insulsa, cuando en realidad alberga mucho más de lo que tu sinapsis puede procesar en cada momento, en cada segundo en el que tu corazón late y tu cuerpo realiza con perfecta sincronicidad el resto de funciones para que tú tengas algo que dan en llamar "vida".
A veces creo en lo que me dices, y a veces creo en lo que quieres que crea, porque ese es el gran misterio del juego al que jugamos: la complicidad implica no contar toda la verdad siempre, porque si no, todo será mortalmente aburrido para tu placer y para mi inteligencia. Permitámonos, pues, seguir con este entretenimiendo hasta que venga el fin del mundo y acabe con los que aún sueñan, con los que se retuercen en su vida, con los que desean, con los que no saben y con los que fueron, son y serán.
Sólo en ese momento de orgía final de destrucción, será cuando sepas que tus pequeños secretos, susurrados metódicamente y clasificados en capítulos de tu vida, están a salvo conmigo, porque después del final, nada será, pero todo permanecerá como había sido, y yo seguiré, paciente, esperando que aparezca esa chispa vital que mantiene vivas nuestras esperanzas en el hoy y nuestros deseos de un incierto mañana...