¡Vaya la de veces que me han dicho que si escribo así, que si escribo asá...! En fin, yo siempre me digo a mí mismo y -por supuesto- a los demás, que lo de escribir no es lo mío, que yo estoy más hecho a la lectura (pues como se podrá suponer, siempre es más fácil hacer de crítico en ejercicio que de criticado).
En cualquier caso, -no sé si para darme ánimos a mí mismo sobre lo que debe ser una ejemplificaciónde lo que NUNCA se debe hacer, o más bien para dejar satisfechos y desengañados a aquellos que dicen que "tengo estilo"-, me voy a atrever a escribir un cuentecito de corte gótico, tema literario que está ahora muy de moda, por lo que, como se podrá aprecir, añadido esto a una entrada que dejé tiempo atrás, demuestra fehacientemente que tengo actitudes y maneras de friky.
En fin, ahí va:
EN LA CELDA
No sé por qué lo hice. No puedo afirmar que me moviera un especial interés, ni la oportunidad de poder conseguir mis aspiraciones, ni el intento de mejorar mi posición social. Ni siquiera un vago desdén hacia los demás me habían impulsado a hacerlo. Sólo la sempiterna figura de mi madre estaba detrás de todo lo que acontecería y que me llevaría a mi actual situación, conocida ya de todos.
Desde entonces me han tratado como la hez de la sociedad: me han humillado, me han insultado, me han torturado, han escupido sobre mis carnes, mi piel -antaño blanca y suave- ha probado muchas veces el sabor del látigo, y noche tras noche he rezado para no despertar nunca más al día siguiente y que todo este suplicio se acabara...
Pero no es así: ella no dejará que acabe nunca. Ni para mí ni para mi madre y mi hermana. Pero yo soy la que sufre más, porque, en un momento dado, yo fui la elegida... Puedo asegurar que nunca acabará este suplicio, porque ella, noche tras noche, baja a mi celda a cerciorarse de que sigo viva, dispuesta para un nuevo día de suplicios y de escarnio público.
Ella viene con su sonrisa angelical y su alma de demonio a reirse de mi desgracia, mientras yo, sumida en mi propia suciedad, invadida por los restos de sangre seca que se apelmaza sobre mis menguados ropejes, me encuentro encadenada a una húmeda y fría pared.
Muchas veces imaginé cómo se sentiría la gente en un lugar así. Pensaba: "el calabozo es para los criminales", pero nunca me he regocijado por su sufrimiento. Sólo imaginaba que era algo que se tenían merecido... Pero yo... ¡Yo! ¡Dios mío! Sólo buscaba un poco de amor allá donde nunca hubiera podido creer encontrarlo. Cuando lo vi por primera vez, me di cuenta de que lo deseaba: ansiaba acariciar sus rubios cabellos, cubrir su bello rostro de besos, rozar, trémula de gozo, mis dedos por su viril pecho. Todas lo queríamos. Todas lo deseábamos, pero ninguna decía nada. Incluso sé que mi madre, en ciertos momentos de la noche, gemía como una loba en su habitación mientras autosatisfacía sus ansias pensando en él... Sólo en él.
Pero también ella se había fijado en él, y desde entonces, se convirtió en su obsesión y, por lo que he podido ver, en mi propia perdición.
Mi madre era, aunque ya relativamente mayor, aún una mujer muy bella, de antepasados que habían derramado noblemente su sangre en nombre del reino y que, por ello, habían sido elevados a la más alta nobleza. Y la estirpe había continuado, siendo como éramos una de las familias más representativas del país. A pesar de todo, no habíamos logrado entroncar con la familia real en los últimos 100 años.
No sé cómo pasó todo esto, ni de donde apareció aquel hombre, triste, desesperanzado, hundido, pero con una belleza casi sobrenatural, quizá más bien diabólica, incluso para su edad, pues se veía entrado en años y además traía de la mano a una pequeña niña que no dejaba de llorar. Debía de frisar yo los ocho años, cuando apareció este hombre a las puertas de nuestra residencia de invierno una fría noche de enero, en la que los árboles despojados de sus ramas y las hojas sustituidas por nieve ofrecen una imagen de lo que ha de ser un tétrico hades en el mundo de los mortales. Ambos estaban tiritando de frío y hambrientos.
Mi madre estaba en sus habitaciones cuando una de nuestras doncellas avisó del caso. Él llamaba a la puerta y pedía refugio y algo de comer para él mismo y su hija. Lo cierto es que mi madre siempre ha tenido un corazón tierno y, según creo, hizo que lo asentaran en la cocina de la residencia para que comieran ambos y posteriormente los hizo alojar en un ala de la mansión que siempre solíamos tener vacía.
Estoy plenamente convencida de que movió su corazón a llevar a cabo esta acción los lastimeros sollozos de la chiquilla que acompañaba a este individuo, a la cual, ni siquiera él mismo hacía mucho caso y únicamente la exibía para inspirar flaqueza en el ánimo de los demás. A pesar de todo, se hizo como mi madre dispuso. ¡Maldita sea la suerte que hace que se entrecrucen los caminos de la vida de forma tan nefasta!
De cualquier manera, el hombre misterioso, del cual yo no sabría nada hasta el día siguiente, y la niña que lo acompañaba, comieron y durmieron, tal como había dispuesto mi madre, guiada sin duda por el noble instinto de proteger al desvalido, que ha caracterizado siempre a mi -ya prácticamente al borde de la extinción- familia.
Estoy segura de que si a la mañana siguiente aquel hombre hubiera seguido su camino con la niña, todos los males que ahora nos aquejan no hubieran llegado a suceder nunca. Pero el hado no es así, sino que siempre juega a una guisa de mortal envite en el que, una y otra vez, gana porque tiene los dados marcados. Así es: él se quedó, aprovechando la excusa de que la niña se hallaba débil y enferma y de que él mismo quería agradecer en persona a la señora de la casa el favor realizado.
Los criados le permitieron que se adecentara un poco y tras tomar mi madre el desayuno, lo hiceron pasar a la sala de recepciones, donde lo esperaba. Nunca hubiera podido imaginar la ponzoña que se escondía en las amables palabras de agradecimiento con las que comenzó a dirigirse a mi madre. Él, con porte agradecido, aseguró que estaba dispuesto a quedarse a trabajar a nuestro servicio para pagar la deuda contraída en la noche anterior.
Mi madre, no sé si movida otra vez por la piedad o por los ocultos instintos que había ido acumulando desde que mi padre muriera, accedió, y de ahí, no paso mucho tiempo a que, además de compartir nuestro espacio vital, ora como músico (y he de reconocer que lo era muy bueno), ora como hombre que todo lo podía arreglar de una forma sumamente maravillosa y rápida, también compartiera el lecho de mi madre.
Al final consiguió lo que se proponía: se casó con ella y así se convirtió en mi padrastro, y la niña que aquella noche invernal lloraba desconsoladamente, se convirtió en mi hermanastra. De repente, tanta amabilidad, tan buen trato que nos dispensaba, se conviertieron en maldiciones, golpes y recriminaciones. Mi hermana y yo nos vimos sumidas en la ignorancia más absoluta, dado que mi madre, que ansiaba varón desde hacía tanto tiempo, era capaz de cerrar los ojos e ignorar nuestro dolor, a cambio de las gozosas noches que mi padrastro le prodigaba.
Incluso así, no tuvo bastante. Tuvo a mi madre, tuvo sus posesiones, pero además, buscó las pertenencias más queridas por ella: a mi hermana y a mí. No olvidaré nunca el día en que, bastante ebrio y tras haber acostado a su hijita dulcemente en su cama, abrió la puerta de mi habitación. Se acercó lentamente hacia mi cama, tambaleándose y arrimó con la respiración entrecortada su cara a mi rostro. Yo aún esta relativamente despierta, pues acababa de apagar la palmatoria que me iluminaba, por lo que inmediatamente pude sentir esas profundas inspiraciones sobre mi cara que nada bueno presagiaran.
Empezó a decirme que yo no le quería, que no me comportaba como si fuera su hijita... ¡como si fuera su hijita! Ya tenía catorce años, y los últimos cuatro habían sido un infierno junto a él. ¿Qué esperaba? ¿Que recibiera gozosa un beso de buenas noches? Pero no era lo que él esperaba. Esperaba mucho más... Y allí, en mi propia habitación, a pesar de mis ruegos, a pesar de mi resistencia, con una inusitada violencia, casi asfixiandome con las almohadas para que no gritara, me convirtió en mujer...
¿Qué podía contarle a mi madre? Ella había pasado de un piadoso fervor a una satírica locura absoluta, y aún así, podía sentir que ella, en cierta manera, también sufría. Hubo de pasar bastante tiempo para que yo le contara a mi madre lo acaecido aquella noche, y un poco más de tiempo para que mi hermana hiciera lo mismo.
Yo pude sobreponerme a esa humillación, pero mi hermana nunca lo hizo, de ahí que desarrollara una especial aversión a que cualquier persona la tocara, incluidas mi madre y yo, por lo que fue descartada posteriormente para los deseos que mi madre había desarrollado en su propia intimidad, lo que me convertiría en el objeto de los peores castigos después de suceder el funesto hecho que rompió nuestras vidas.
Entretanto, mi padrastro, como persona dada a los excesos, comía y bebía como si no quedara más alimento ni más bebida sobre la faz del mundo, y cada día era una repetición del anterior. Yo rogaba a Dios para que se lo llevara, pues lo que me había pasado una noche con él, se convirtió casi en un ritual. Con mi hermana tuvo menos suerte, pues a pesar de ser menor que yo y más inocente, desde la siguiente noche tuvo la precaución de dormir con una daga bajo su almohada. Daga que a la siguiente ocasión que mi padrastro intentó yacer con ella, introdujo en su pierna izquierda, de tal suerte que mi padrastro estuvo simulando durante más de un mes una caída del caballo. De cualquier forma, lo cierto es que no la volvió a molestar nunca más.
Otra situación desconcertante era la de mi propia hermanastra. Siempre fue un misterio para mí, pues apenas hablábamos y obedecía ciegamente todo lo que su padre decía que hiciera. A pesar de todo, tenía una pequeña manía, o quizá obsesión, pues todas las tardes, durante la siesta, salía de nuestra propiedad y encaminaba sus pasos hacia el bosque. Cuando volvía, estaba totalmente llena de fango y cenizas, lo que le mereció que mi hermana y yo le pusiéramos el sobrenombre de Cenicienta.
Así pues, Cenicienta realizaba sus misteriosos trayectos aprovechando la quietud de la sobremesa, regresando a la mansión siempre de igual guisa. Mi hermana y yo casi nunca dormíamos la siesta, por lo que éramos mudas espías de sus regresos a la casa, totalmente ignorados por mi madre. Un día nos decidimos a seguirla y así, tras hacer un largo camino, vimos que se introducía en una zona pantanosa, pútrida, maloliente, en la que había cerca de la misma una especia de choza.
Ella entró en la choza y nosotras nos dispusimos a esperar. No queríamos acercarnos mucho, puesto que la zona, además de provocarnos una gran desazón, nos daba miedo, incluso con un gran sol de mediodía brillando sobre nuestras cabezas. A pesar de todo pasaba el tiempo y ella no salía de la choza, por lo que empezamos a preocuparnos. Y lo que en principio fue preocupación, se convirtió en una insana curiosidad, por lo que decidimos acercarnos a la choza e intentar espiar por las aberturas que ésta tenía -digo aberturas, porque ni siquiera se le podían llamar ventanas, incluso realizando un intenso ejercicio de imaginación-.
Lo que vimos nos sobrecogió de horror: dentro estaba Cenicienta acompañada de una vieja, con una gran joroba, el pelo largo, ralo y canoso, que caía sobre sus hombros, unas vestimentas hechas de piel curtida y ajada, pero lo peor era ese olor... Todo olía a podredumbre en las cercanías de la choza, y desde el interior emanaba un olor aún más acre que casi provocó que nos desmayáramos. Allí estaba Cenicienta totalmente desnuda, mientras esta desagradable vieja la cubría de emplastos de una sustancia que pareciera una mezcla de excrementos con otras cosas innombrables, al mismo tiempo que grandes babosas, pútridas y translúcidas se deslizaban por su piel.
Mientras la vieja le aplicaba tan singular tratamiento, parecía como si recitara algo en una lengua desconocida. A Cenicienta se la veía con la cara transfigurada, como si en lugar de estar experimentando un cruel castigo, se hallara en un particular paraíso. De su boca salía la cola de una de estas babosas, pero pudimos apreciar, no sin tremendo horror por nuestra parte, que de su virginal vulva también.
Por supuesto, nos invadió a mi hermana y a mí un ancestral terror, pues a pesar de nuestro desconocimiento, podíamos percatarnos de que aquel horrendo ritual no estaba de ninguna manera realacionado con las bondadosas potencias que gobiernan nuestro mundo: antes bien, parecía un adelanto de los castigos del infierno, a pesar de que para nuestra hermanastra parecieran resultar placenteros goces de un futuro paraíso.
Decidimos no contar nunca a nadie tan horrenda visión y callarlo para nosotras mismas hasta la tumba... ¡Ay si lo hubiéramos hecho en aquel momento! ¡Cuántas calamidades nos habríamos ahorrado! Pero no: a pesar de nuestras visicitudes, en el fondo éramos unas chiquillas asustadizas, por lo que el pavor que nos provocó esta tremenda visión, unido a la depravación de nuestro padrastro, hizo que pensáramos que él andaba detrás de esta situación, por lo que confesar lo que habíamos visto, sin duda nos acarrearía más problemas, quizá -imaginamos en aquel momento-, peores problemas de los que ya teníamos.
Andando el tiempo, mi padrastro murió, fruto de los excesos que había ido cometiendo. Cuando mi madre recobró el sentido, pues parecía que durante todo el tiempo que él había vivido con ella se encontraba en una especie de éxtasis permanente que no permitía que fuera capaz de ser consciente de sus actos más allá de las lujuriosas noches que mi padrastro le proporcionaba (tras hacer una primera ronda conmigo misma), descubrió que nuestra fortuna familiar había sido casi dilapidada en su totalidad por este cruel hombre. Pero lo que más le dolió, y al mismo tiempo le sorprendió, fue vernos en la situación tan miserable en la que estábamos, pues habíamos pasado de ser su vida y alma para convertirnos en las sirvientas de Cenicienta, durmiendo noche tras noche cerca de la pocilga de los cerdos y día tras día trabajando como esclavas para ella.
Habíamos perdido mucho, pero habíamos endurecido nuestro carácter. La primera noche que recuperé mi sitio en la mesa familiar, decidí abrir del todo los ojos a mi madre, y le conté, más con lágrimas que con entereza, todo lo que nos había ido pasando a mi hermana y a mí en todos esos años. No podré olvidar nunca los bostezos de Cenicienta y la cara de inmenso asco que tenía al compartir la cena con nosotras.
Mi madre le preguntó a ella si todo eso era verdad, presa de una atónita incredulidad, y ella, por supuesto, lo negó inmediatamente, pero mi madre la hizo seguir al día siguiente y, efectivamente, el criado que siguió a Cenicienta volvió asqueado y mareado, contando a mi madre lo que nosotras habíamos visto otrora.
Por la noche se hizo acompañar de una guardia, encaminándose a la choza de la vieja, que aún vivía en el mismo lugar, y entrando en ella, empezó a interrogarla. La vieja sólo reía y reía con ese tipo de risa gorgoteante y estentórea que hace que cualquier persona en su sano juicio pierda los nervios. Ella insisitió, y como no obtuviera respuesta, mandó apresar a la vieja y torturarla allí mismo, en una hoguera que ésta tenía encendida. Comenzaron los guardias a quemarle las manos, y ella seguía riendo, pero ahora era una risa que ciertamente levantaba el pavor de los presentes. De repente su risa se convirtió en un aullido de dolor que hizo que incluso la aledaña choza se tambaleara. Entonces confesó...
El ritual al que cada día se sometía Cenicienta era para que mi madre viviera únicamente por y para los favores sexuales que mi padrastro le proporcionaba, ignorando todo lo demás. Aparte de eso, la vieja había comenzado a inculcarle conocimientos en las artes de la magia más oscura que se pudiera conocer. Mi madre estaba aterrorizada y a la vez enormentente indignada con la situación, por lo que, tras escuchar la horrísona confesión, mandó a la guardia que allí mismo cortaran la cabeza a la vieja.
Cuando la escolta de mi madre se disponía a ejecutar la orden, no sin cierta parsimonia, la vieja murmuró unas palabras en una oscura lengua, mientras se llevaba a la boca algo que había logrado tomar de un cercano tocón de árbol putrefacto y desapareció ante la vista de todos. Pasaron toda la noche buscándola, pero no la hallaron; mi madre mandó quemar la choza y todo lo que hubiera alrededor y regresó a la mansión ya muy avanzada la madrugada.
No hace falta decir que tras el regreso de mi madre todo cambió de repente: el puesto que mi herman y yo habíamos ocupado de criadas pasó a ocuparlo Cenicienta, quien, sin el apoyo de la vieja bruja, se hallaba enormemente desvalida. No obstante, el rencor reinante en ella era muy apreciable, y no pasaba ni un momento en el que intentara hacer algo para perjudicarnos. A pesar de todo, mi madre, que tras despertar de tan artificial y pernicioso letargo había recuperado su natural bondad, permitió que esta alimaña humana permaneciera entre nosotros en lugar de expulsarla lejos de nuestras vidas.
Fue pasando el tiempo, y un día, Encantador, el príncipe de nuestro reino, anunció su disponibilidad de contraer matrimonio, pues a la sazón ya casi había pasado la primera y fresca lozanía de la juventud, habiendo hecho que por él se desvivieran jóvenes y no tan jóvenes, esperando que un azar o un insospechado golpe de suerte arrojaran a éste entre los brazos de alguna de las que por él se desvivían -pues como había dicho, incluso mi madre se hallaba en cierto sentido obnubilada con él-. Así pues, por esta razón convocó un gran baile para conocer a las doncellas casaderas de los alrededores, habiéndolo hecho anunciar a través de heraldos y pregoneros en todos los lugares del reino.
Mi madre, ni corta ni perezosa, vio una oportunidad de volver a colocar a nuestra familia en una buena posición, por lo que hizo gastar los últimos ahorros en prepararnos a mi hermana y a mí, aunque, como es lógico, tenía más en mí depositadas sus esperanzas, pues aún era joven y lozana, a la par que bella, añadiendo a esto que mi hermana nunca querría ser la esposa del príncipe merced a esa aversión que había desarrollado a ser tocada por cualquier persona.
Si en el momento en el que nos preparábamos para partir a palacio me hubieran dicho que Cenicienta estaría presente, nunca lo hubiera creido, pero así fue. La bruja había ido a buscarla con ansias de venganza contra mi madre y contra nosotras, e invocando a todos los demonios posibles del infierno había proporcionado a Cenicienta sustuosos atuendos, bella carroza, fogosos caballos y sutiles cocheros.
Además de todo, también la vieja bruja nos hizo su última y más macabra broma: puso a Cenicienta mi rostro, y ni siquiera me di cuenta de que el mío adquiría las facciones de Cenicienta. Estaba hechizada, para todos, excepto para mi amdre y mi hermana, que seguían viéndome como yo era. No podía ser de extrañar el desdén del príncipe hacia mí y las continuas atenciones dispensadas a Cenicienta desde el momento en que apareció en el baile de una forma tan glamorosa...
Ella salió corriendo al sonar las doce campanadas y en el transcurso de su loca carrera abandonó en la escalinata de palacio uno de sus zapatos de cristal. Por medio de un edicto real se publicó que aquella dama que pudiera calzar el zapato se desposaría con el príncipe. Pues bien: yo pude. Cuando llegaron a probar el zapato a mi hogar, Cenicienta estaba en cualquier lugar desconocido, aunque luego supimos que se hallaba con la vieja bruja sometiéndose a un arcano ritual aún más denigrante que aquel que pudimos ver por primera vez mi hermana y yo cuando éramos más jóvenes. Según pudimos darnos cuenta después dicho ritual era un acto diabólico para que ella pudiera tener definitivamente mi apariencia.
A mí me llevaron a palacio en el interin, por lo cual mi alma no lo daba todo por perdido. Cuando estuve delante de Encantador, me enamoré locamente de él: sus rubios cabellos, sus facciones delicadas, su viril torso... Pero la vida es una continua sucesión de desengaños, y si por el día me había hecho ilusiones, por la noche apareció en mis aposentos alguién que podría haber pasado por mí misma: era Cenicienta que había finalizado tan mezquino y horrible ritual. Al verme reflejada en ella, pues me despertó con fuertes zarandeos, al principio quedé aturdida, pero después me asusté terriblemente, pues mi piel, mi cara, mis brazos, mi torso, estaban horriblemente desfigurados con innumerables verrugas y excrecencias que no sabía ni cómo ni cuándo habían aparecido.
Ella comenzó a gritar llamando a la guardia, que se personó en mi alcoba inmediatamente. Dijo que su hada madrina le había advertido de que iba a sufrir el ataque de una malvada y envidiosa bruja -o sea, yo- por la noche, como resultado de su compromiso con el príncipe. Así que me hizo encerrar en la celda más lóbrega del castillo y posteriormente igual hizo con mi madre y mi hermana, aduciendo excusas de similar índole.
Se casó con el príncipe Encantador, de eso no cabe duda, pues en los fastos de las celebraciones, hizo que graciosamente me perdonaran la vida a mí y a mi familia, a la cual hizo pasar por una terrible familia de brujas que vivían allende del pantano. A cambio, consiguió de su recién estrenado marido que nos sometieran a indecibles torturas, especialmente a mí, y además, también logró convencerlo para que ella pudiera presenciarlas.
Desde entonces, corre el rumor de que una familia de malvadas brujas la tuvieron sirviendo bajo sus órdenes, antes de contraer matrimonio con el príncipe Encantador, siendo como había sido de ascendencia muy noble, obligándola a realizar tareas vejatorias y humillantes.
A mí, cada mañana me sacan de la celda en una jaula y me exponen en la plaza central de la capital, a fin de que todo el vulgo que pase por allí me insulte, me escupa, me arroje heces, se orine a mis pies o simplemente me maldiga. Como dije al principio, soy la que peor suerte tengo, porque fui la elegida. Cenicienta me eligió para tener mi cuerpo y mi cara, y Cenicienta me eligió para pagar por sus culpas. Por la tarde, una vez acabado el mercado, recojen la jaula y me llevan de nuevo a mi celda, donde recibo numerosos latigazos y soy sometida a otras vejaciones, bajo la atenta mirada de Cenicienta, quien con sádica expresión se deleita en mis gritos de sufrimiento. Por la noche me encadenan a esa húmeda pared, mientras Cenicienta hace abandonar a la guardia la celda para que llegue esa maldita bruja, disfrada de sabia anciana, a la que hace llamar por todos "hada madrina", para que cure milagrosamente mis heridas y al día siguiente todo vuelva a empezar.
Me ha prometido liberarme de este eterno castigo cuando muera su marido, que lo hará pronto, momento en el que ella se convertirá en bella reina y absoluta tirana del reino. Sólo le pido, cada noche en la que me sanan, que me den una muerte rápida, porque la vida, tal como la conocemos mi madre, mi hermana y yo, es peor que el más terrible infierno que se pueda imaginar.
Quiero morir y arder en las profundidades del averno antes de seguir en las manos de esta horrible bruja. Quizá, a pesar de todo, es que siempre me carcomerá hasta que llegue ese momento un pensamiento que se ha vuelto para mí odioso y que cada día va minando mi mente más y más, como si se tratara de un cáncer: el hecho de que el reino sólo recordará a una inocente chica que desde las cenizas, logró casarse con un príncipe, a pesar de una horrible madrastra y dos hermanastras enormemente envidiosas y malvadas que intentaron esclavizar su vida...